SIMEÓN


La Biblia nos informa que este Simeón, o Simón. Vivía en Jerusalén y era un hombre eminente por su piedad y comunión con Dios.

Algunos expertos en autoridades judías dicen que había en Jerusalén, por aquel tiempo, un hombre de gran prestigio, llamado Simeón. Los judíos dicen que estaba dotado de espíritu profético.
Una objeción en contra de esta identificación sería que, por ese mismo tiempo, su padre Hillel vivía todavía y que él mismo vivió bastantes años después de esto.
Pero notemos que el texto sagrado no dice que fuese anciano, a pesar de que sea corriente darle tal apelativo, y en cuanto a lo que dijo: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,», no significa que muriese pronto, sino que da a entender su disposición a morir desde ahora.
Otra objeción es que el hijo de Simeón (siempre dentro de la misma tradición judía) era Gamaliel, un fariseo y enemigo del cristianismo; pero, en cuanto a esto otro, hemos de responder: Que no es cosa nueva el que un fiel siervo de Cristo tenga un hijo que sea un malvado. Que el sagrado texto nos ha conservado unas palabras de Gamaliel que, lejos de mostrar acerba enemistad contra el cristianismo, más bien insinúan prudencia y hasta cierta simpatía por los cristianos (v. Hch. 5:34–39); más aún, la tradición cristiana nos dice que se convirtió al cristianismo y fue un fervoroso seguidor del Evangelio. Lo que de Simeón nos dice la Biblia es lo siguiente:

Que «este hombre era justo y piadoso». Estas dos virtudes deben ir siempre juntas, pues la falta de la una muestra la falta de la otra (comp. con 1 Jn. 4:20; 5:1).

Que estaba «aguardando la consolación de Israel» es decir, la venida del Mesías. Cristo es, no sólo el autor del consuelo de los hijos de Dios, sino también su objeto y fundamento. El Mesías tardaba en llegar, pero los que creían en Él esperaban y deseaban su venida, y la aguardaban con paciencia (comp. con 2 P. 3:4–15) o, si se prefiere, con santa impaciencia.

Así hay que esperar también la futura consolación de Israel, así como el día glorioso en que el Señor venga a llevarse consigo su Iglesia. Hemos de continuar velando y esperando, mientras decimos: «Sí ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20).

Que «el Espíritu Santo estaba sobre él», no sólo como Espíritu de santidad, sino también como Espíritu de profecía.

Que había recibido una preciosa promesa pues «el Espíritu Santo le había comunicado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (v. 26). Quienes, por fe, han adquirido una visión de Cristo, son los únicos que pueden ver la muerte sin sentir terror, pues el anhelo de partir y estar con Cristo (Fil. 1:23) es muchísimo mejor

Simeón llega al templo, en el mismo momento, «que los padres terrenales de Jesús introducían al niño en el templo» (v. 27). Precisamente entonces llegó Simeón «movido por el Espíritu». El mismo Espíritu que le había provisto de soporte para su esperanza, le proveía ahora de transporte para su gozo. Quienes deseen ver a Cristo, han de acudir al templo; pues es allí donde el Señor a quien buscamos saldrá repentinamente a nuestro encuentro, y allí es donde hemos de estar preparados para encontrarle (comp. con Mt. 18:18–20).

Sigue diciendo la Biblia la satisfacción con que Simeón acogió al niño: «Le tomó en brazos» (v. 28), cerca de su pecho, lo más cercano posible a su corazón, el cual estaba tan lleno de gozo como en él le cabía. Le tomó en brazos para ofrecerlo al Señor y bendecir a Dios. Cuando, con fe viva, recibimos el relato del Evangelio acerca de Cristo y la oferta que en él se nos hace de salvación completa, es como si tomáramos a Cristo en nuestros brazos. A Simeón le había sido prometido que vería a Cristo el Señor; pero le fue concedido más pues no solo lo vio, si no que lo tuvo en brazos.

Simeón hace una solemne declaración “ “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz”. Había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa para sí mismo, hasta el punto de menospreciar la vida presente y anhelar la muerte: Como si dijese: «Ya me has concedido lo que me habías prometido y lo que tanto deseaba: Porque han visto mis ojos tu salvación» (v. 30).

Aquí tenemos:

Un reconocimiento de que Dios había sido tan bueno como su palabra. Nadie que haya puesto su esperanza en Dios y en su Palabra, ha tenido que avergonzarse de tal esperanza (Ro. 5:5).

Una expresión de gratitud, pues bendijo a Dios por ver la salvación y tener al Salvador en sus brazos.

Una confesión de fe, de que este niño que él tenía en sus brazos, era el Salvador, la salvación personificada: «tu salvación» es decir, la salvación que Tú (Dios)has preparado y has enviado.

Una despedida de este mundo: «Puedes dejar que tu siervo se vaya». El ojo no se satisface de ver hasta haber visto a Cristo y es entonces cuando queda de veras satisfecho. ¡Cuán despreciable parece este mundo para quien tiene a Cristo en los brazos y la salvación en los ojos!

Una bienvenida a la muerte. Se le había prometido que no vería la muerte hasta que hubiera visto a Cristo, y está ansioso de que, cumplido lo uno se cumpla lo otro.

Con esta declaración puede verse: (i) Cuán dichosa es la muerte de los santos (v. Ap. 14:13), pues parten como siervos de Dios, del lugar de sus labores al lugar de su descanso. Se marcha en paz: en paz con la muerte, porque está en paz con Dios y con su conciencia; (ii) Cuál es el fundamento de esta paz: «Porque han visto mis ojos tu salvación». Esto da a entender una expectación confiada de un feliz estado después de la muerte, a causa de esta salvación que ahora contempla y que no sólo le quita el terror de la muerte, sino que le permite considerarla como ganancia (v. Fil. 1:21). Quienes han dado la bienvenida a Cristo, bien pueden dar la bienvenida a la muerte.

Había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa para el mundo y para Israel. Esta salvación será una bendición para el mundo: «La cual [salvación] has preparado a la vista de todos los pueblos» (v. 31), pues es «luz para revelación a los gentiles» (v. 32a), quienes hasta ahora yacían en sombras de muerte. Esto hace referencia a Isaías 49:6 «… también te daré por luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra».

En efecto, Cristo vino como Luz del mundo (Jn. 1:4, 9; 8:12, etc.), no como una candela en el candelabro judío, sino como Sol de justicia que alumbra a todo el orbe.

Pero traía también una bendición especial para Israel: «Y para gloria de tu pueblo Israel» (v. 32b). De todo verdadero israelita, Él (Cristo) es la mayor gloria, y lo será por toda la eternidad. El verdadero israelita se gloriará con toda razón en Él. Cuando Cristo ordenó a sus apóstoles que predicaran el Evangelio a todas las naciones (Mt. 28:19; Mr. 16:15; Lc. 24:47), se proclamó gloria para Israel.

Hizo una predicción acerca del niño a María y a José los cuales «estaban asombrándose de las cosas que se estaban hablando de Él» (v. 33, lit.). Y, precisamente porque estaban afectados por ello y su fe se robustecía con lo que de Él decía Simeón, éste añade una predicción en que la tristeza se mezclaba con el gozo:

Simeón les mostró la razón que tenían para regocijarse, pues «les bendijo» (v. 34a), es decir, oró a Dios para que les bendijese y muchos otros más tuviesen también la oportunidad de bendecir a Dios por esta salvación, pues Cristo estaba «puesto para … levantamiento de muchos en Israel», es decir, para la conversión a Dios de muchos que estaban muertos y sepultados en pecado, y para consuelo de muchos que estaban hundidos y perdidos en tristeza y desesperación.

Es cierto que Cristo será una bendición para Israel, pero habrá en Israel algunos para quienes Cristo estará puesto para caída, y éstos se ofenderán de Él, se llenarán de prejuicios contra Él y le perseguirán a muerte; para éstos, Cristo será una «señal que será contradicha”.

Así como es motivo de alegría el pensar cuántos son aquellos para quienes Cristo y el Evangelio son «olor de vida para vida», también es motivo de tristeza considerar cuántos son aquellos para quienes son «olor de muerte para muerte» (2 Co. 2:16). Por ser señal, tenía Cristo muchos ojos puestos en Él pero también muchas lenguas desatadas contra El. Con esto, «quedarán al descubierto los pensamientos de muchos corazones» (v. 35).

Las buenas intenciones y las piadosas disposiciones en el corazón de algunos, quedarán manifiestas al recibir a Cristo; y las secretas corrupciones y perversas disposiciones de otros quedarán reveladas por su enemistad contra Cristo y la oposición que le harán.

Los hombres serán juzgados por los pensamientos de su corazón porque la palabra de Dios discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (He. 4:12). Es cierto que Cristo será de gran consuelo para su madre, pero el Salvador será el Siervo Sufriente de Isaías 53 y, por tanto, María, su madre, sufrirá con Él: «Una espada traspasará tu misma alma» (v. 35a); no la espada de la duda, como algunos opinan sin fundamento, sino la espada del dolor. «Quién podrá decir cuánto sufriría María junto a la Cruz en la que pendía Jesús? ¡Qué Hijo, y qué muerte! Podemos pensar cuán profunda fue la herida que esta espada causó en el corazón de la virgen María. Nos hemos acostumbrado a leer impasibles la escena de la crucifixión, sin pararnos a pensar la profundidad de los sentimientos que embargarían el ánimo, tanto del Hijo como de la madre.


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