El fariseo y el publicano – El personaje bíblico con Rosa Mariscal

En el capítulo 18:9-14 del evangelio de Lucas, encontramos la parábola que Jesús narró a los que le seguían, y dice así:

A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: 10 Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. 11 El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; 12 ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. 13 Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. 14 Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.

Para poder entender mejor ésta parábola  debemos saber lo que representaban  cada uno de estos dos hombres:

Publicano 

Quiere decir literalmente “comprador de impuestos” o “cobrador de impuestos”. Persona a la que se le había dado el derecho de recaudar los impuestos internos para Roma. Tales impuestos abarcaban: 1. El del censo, que cada persona tenía que pagar; muy insultante para los judíos en vista de que era un reconocimiento tácito de su sumisión a Roma. 2. El impuesto sobre las propiedades, que era igualmente ofensivo, porque su pago se consideraba un insulto a Dios, a quien los judíos consideraban el dueño verdadero de la tierra y el dispensador de sus productos. 

El procedimiento que Roma había establecido para ser “cobrador de impuestos” era el siguiente: En lugar de cobrar los impuestos directamente por medio de sus propios funcionarios, el gobierno romano concedía el privilegio dentro de una provincia, o  ciudad, a un ciudadano rico que pagaba una suma establecida por Roma, sin importarle cuánto de ella podía recuperar mediante los impuestos. La persona que así contrataba, subdividía la región que le había sido asignada entre subcontratistas, o empleaba a personas para que hicieran el trabajo. El sistema se prestaba mucho para el abuso, si bien el gobierno controlaba los excesos más escandalosos, y en algunos casos llevó a la justicia a los culpables, en general el cargo adquirió la mala reputación que conocemos. Existían: 

2 rangos de publicanos.

1- Jefe o comisionado, como Zaqueo, Lc. 19.

2- Recaudador de impuestos, como Mateo: (Mat 10:3).

Los publicanos  “recaudadores de impuestos” del N.T. eran los agentes que realmente recaudaban; siendo en su mayoría judíos. 

Cada publicano sumaba una cantidad adicional, la que él consideraba suficiente, a lo que había pagado a Roma, así extorsionaban a la gente y  obtenía sus ganancias. Si ya era suficientemente odioso tener que pagar los impuestos a los romanos, infinitamente peor era que se les ayudara a cobrarlos. 

Este oficio daba mala fama a quienes lo ejercían, porque trabajaban para una nación extranjera, Roma, que imponía tributos a los nativos sometidos.  Por otra parte, los judíos que desempeñaban estos cargos tenían que estar en contacto con gentiles, con los conquistadores, y se les consideraba impuros, y, además, se dudaba del cumplimiento de la Ley por parte de ellos. Por estas razones estaban excluidos de la sinagoga y discriminados socialmente, pues podían ser causa de impureza tratar con ellos. 

Los publicanos, con  muy pocas honrosas excepciones, explotaban todo lo posible sus fuentes de ingresos. Por ello, eran sumamente detestados; la sociedad los aislaba y los evitaba en todo lo posible, y rara vez se los veía por el templo o la sinagoga (Mat 11:19; 21:31). Un judío que se hacía publicano era considerado un lacayo de los odiados romanos y un traidor de Israel. 

Fariseo

Durante el primer siglo, los fariseos eran bien conocidos por su estricto seguimiento de la Ley de Moisés. El fariseo de esta parábola fue más allá de lo requerido por las reglas religiosas, ayunando más de lo establecido y dando diezmo de todo lo que ganaba. Seguro de su religiosidad, el fariseo no le pide nada a Dios y por ello nada recibe.  

La parábola no condena la ocupación del publicano, sino que lo describe como alguien que «reconoce su estado  despreciable ante Dios y confiesa su necesidad de reconciliación». Dirigiéndose a Dios en humildad, el publicano recibe la misericordia y la reconciliación que buscaba.

El contraste entre los dos personajes de la parábola es llamativo y provocador, sobre todo porque, para la opinión pública de entonces, la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de la virtud y la instrucción, mientras el solo nombre de publicano era ya sinónimo de pecador ( Lc 5,30) y eran tachados como impuros por trabajar para los gentiles. 

Con la parábola del fariseo y el publicano que suben al Templo a orar Jesús nos enseña sobre la humildad, virtud imprescindible para tratar a Dios y a los demás y “disposición necesaria para recibir gratuitamente las bendiciones de Dios”. También nos enseña la importancia que posee el arrepentimiento en contraste con la soberbia, y constituye una dura crítica al fariseísmo.

Jesús presenta al fariseo orgulloso de sí mismo y con rasgos casi cómicos: ora “quedándose de pie” y más adelantado que el publicano; se dirige a Dios de forma grandilocuente; repasa la lista de sus méritos cumplidos incluso más allá de lo prescrito, como sus ayunos; y vive en constante comparación con los demás, a los que considera inferiores. El fariseo cree que ora pero en realidad vive un monólogo “para sus adentros”, buscando su satisfacción personal y cerrándose a la acción de Dios.

En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja, porque se siente indigno de dirigirse a su Señor; y en su oración se golpea el pecho, como para romper la dureza del corazón y dejar entrar el perdón de Dios. 

Jesús dice que el publicano bajó justificado mientras el fariseo no. Señala así el fruto que se obtiene con la verdadera vida de arrepentimiento: la justificación, que en esta parábola podría traducirse como el arte de agradar a Dios, y que no consiste tanto en sentirnos seguros y mejores por el cumplimiento exacto de normas, sino más bien en reconocer ante Dios nuestra pobre condición de criaturas, necesitadas de su misericordia y llamadas a amar a los demás como Dios los ama.

Jesús dibuja con perfiles tan marcados la arrogancia del fariseo que ninguno querría parecerse a él, sino más bien al publicano humilde. Sin embargo, nos acecha una forma similar de arrogancia, aunque se presente más sutil, puede filtrarse en nuestro comportamiento y en nuestra forma de orar. Juan Crisóstomo comentaba así este pasaje: “Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios, así la soberbia, por el peso que tiene, hunde a la justicia. Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello, perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios”.

Aunque Jesús reconocía el bajo estado moral de la mayoría de los publicanos (cf Mat 5:46, 47; 18:17), se asoció libremente con ellos, y por esto incurrió en la censura de las autoridades judías (9:10-13;11:19). La razón que daba para justificar su actitud era que había venido a llamar a pecadores como ellos al arrepentimiento (Mateo 9:13). Apreciaban su bondad, y aparentemente unos cuantos creyeron en él y llegaron a ser discípulos suyos (Mateo 21:31, 32). En la parábola del fariseo y del publicano, Jesús hace un contraste entre los 2, favoreciendo al último (Lucas 18:9-14). Uno de los discípulos de Jesús, Leví­ Mateo, había sido publicado (Mat 9:9; 10:3). En algún momento posterior a su llamamiento, recibió a Jesús en su casa, donde asistieron muchos de sus compañeros publicanos (Mat 9:9, 10; 

De la parábola obtenemos una enseñanza segura para evitar la arrogancia en nuestra vida: será humilde y agradable a Dios si nos lleva a frecuentes actos de arrepentimiento y a amar a los demás. 


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