Jonás aprendió de sus errores – El personaje Bíblico con Rosa Mariscal

Al examinar el relato de Jonás, aprendemos buenas lecciones para todos nosotros. Veremos, por ejemplo, que los siervos fieles de Dios pueden cometer graves errores, pero también pueden rectificarlos. 

El profeta se encuentra en una situación desesperada porque ha desobedecido a Dios. Y lo que es más importante aún, está a tiempo de arreglarlo. JONÁS siente que ya no puede soportarlo más. No es solo por el aterrador silbido del viento atravesando la cubierta; tampoco por el ensordecedor estruendo de las olas rompiendo contra la borda y haciendo crujir hasta el último rincón del barco. No, lo que más le angustia son los gritos de los marineros luchando sin descanso por mantener la embarcación a flote. Jonás está convencido de que van a morir… ¡y todo por culpa de él!

Cuando se menciona a Jonás, la gente suele recordar únicamente sus defectos: que desobedeció a Dios en varias ocasiones y que fue un tanto testarudo. Sin embargo, también poseía grandes virtudes. Tengamos en cuenta que Jehová lo eligió para ser su profeta, y no lo habría hecho si no hubiera sido un siervo fiel y justo.

Jonás también poseía grandes virtudes. La Biblia revela algunos detalles que nos ayudan a conocerlo mejor ( 2 Reyes 14:25). Por ejemplo, sabemos que procedía de Gat-héfer, que estaba a solo cuatro kilómetros de Nazaret, el pueblo donde unos ochocientos años después se  criaría Jesús. * Jonás desempeñó su comisión de profeta cuando el malvado rey Jeroboán II gobernaba sobre las 10 tribus del reino de Israel. Ya hacía mucho que Elías no estaba, y su sucesor, Eliseo, había muerto durante el reinado del padre de Jeroboán II. Por medio de estos dos profetas, Jehová había erradicado el culto de Baal, pero Israel había vuelto a descarriarse. El país se hallaba ahora bajo un rey que persistía en hacer “lo que era malo a los ojos de Jehová” (2 Rey. 14:24). De modo que ser profeta en esos tiempos no debió ser fácil. Aun así, Jonás cumplió fielmente su misión.

Recibió un encargo divino que le pareció extremadamente difícil: “Levántate y ve a Nínive, aquella gran ciudad, y pregona contra ella; porque ha subido su maldad delante de mi.” (Jon. 1:2.).  Nínive —la capital de Asiria— estaba a unos 800 kilómetros en dirección este,  pero eso no era lo peor. Una vez en la ciudad, tendría que proclamar el mensaje de Dios contra los asirios, un pueblo muy conocido por su extrema violencia y crueldad. 

Si la predicación de Jonás había tenido poco éxito con el pueblo de Dios, ¿qué podía esperarse de los habitantes paganos de la populosa Nínive? ¿Cómo le iría a un solitario siervo de Dios en aquel peligroso lugar, al que posteriormente se llamó “la ciudad de derramamiento de sangre”? (Nah. 3:1, 7.)

No sabemos si estos eran los temores que rondaban la mente de Jonás. Lo que sí sabemos es cómo actuó. Dios le dijo que fuera hacia el este, ¡y él huyó lo más lejos posible en dirección contraria! Bajó hasta la costa, hasta el puerto de Jope, y allí se embarcó hacia Tarsis. Según algunos comentaristas bíblicos, esta región se encontraba en España, a nada menos que 3.500 kilómetros de Nínive.  Es obvio que Jonás no tenía la más mínima intención de cumplir la comisión de Dios (Jonás 1:3).

¿Es que Jonás era un cobarde? No deberíamos apresurarnos a juzgarlo, pues más adelante veremos que dio muestras de gran valor. Como cualquiera de nosotros, era un hombre imperfecto que tenía que luchar contra sus debilidades y flaquezas (Sal. 51:5).  Y ¿quién puede decir que no ha tenido miedo alguna vez? A veces creemos que Dios nos pide cosas dificilísimas, casi imposibles.  En esas circunstancias es fácil olvidar que, como dijo Jesús, “todas las cosas son posibles para D ios” y que todo lo podremos conseguir con su ayuda y poder (Mar. 10:27). Si alguna vez nosotros hemos perdido de vista esta gran verdad, es probable que entendamos mejor la reacción de Jonás. Ahora bien, ¿tuvo consecuencias lo que hizo?

Jehová disciplina al profeta; tratemos de imaginarnos la escena. Ya a bordo de la nave —probablemente un barco de carga fenicio—, Jonás observa atentamente las numerosas maniobras que el capitán y la tripulación realizan para sacar la embarcación del puerto. La costa va desapareciendo en el horizonte, y Jonás respira aliviado pensando que al fin está a salvo. Sin embargo, la calma no dura mucho.

De repente, fuertes vientos comienzan a agitar el mar y a levantar olas tan gigantescas que hasta las embarcaciones modernas parecerían de juguete. En poco tiempo, la nave no es más que un frágil cascarón de madera perdido en la inmensidad del océano, zarandeado de acá para allá por las enfurecidas olas. ¿Sabría Jonás que era “Dios mismo” quien estaba provocando “un gran viento en el mar”? Lo que sí tenía claro es que las oraciones de los marineros a sus dioses no servirían de nada (Lev. 19:4). Como él mismo indicó, la nave estaba “a punto de ser destrozada” (Jon. 1:4). El único que podía salvarlos era Jehová. Pero ¿cómo iba a pedirle ayuda cuando estaba huyendo de él?

 Viendo que no puede hacer nada para ayudar, Jonás baja a la bodega del barco, se acuesta en un rincón y cae profundamente dormido.  Cuando el capitán lo encuentra, lo despierta y le dice que ruegue a su dios, como están haciendo todos los demás. Los marineros están convencidos de que el origen de la tormenta es sobrenatural, así que echan suertes entre los que están a bordo para averiguar quién ha provocado la ira de los dioses. Seguro que Jonás se pone cada vez más nervioso al ver que, uno a uno, se va descartando a los demás hombres. Ya no puede cerrar los ojos a la realidad: es Dios quien ha provocado la tormenta y ahora lo está señalando a él como el culpable por haberle desobedecido ( Jonás 1:5-7).

De inmediato, Jonás les confiesa a los marineros que la culpa es de él. Les explica que es un siervo del Dios todopoderoso, y que se subió al barco para huir de la comisión que su Dios le había encargado. Pero al desobedecerlo, los ha puesto a todos en peligro. Con el terror dibujado en sus rostros, los hombres le preguntan qué deben hacer para salvar la nave y sus vidas. Jonás sabe que está en sus manos librarlos de una muerte segura. Así que, aunque le aterrorice la idea de morir ahogado en ese mar frío y enfurecido, les pide: “Tomadme y echadme al mar,  y el mar se os aquietará; porque  yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad  sobre vosotros.” (Jon. 1:12).

Esta no es la respuesta de un cobarde, ¿verdad? De seguro, que a Dios le conmovió ver que Jonás fuera tan valiente y estuviera dispuesto a sacrificar su vida. Nosotros podemos imitar su buen ejemplo al preocuparnos por el bienestar de los demás antes que por el nuestro (Juan 13:34, 35).  En tal caso, estaremos alegrando el corazón de Jehová.

Quizás la respuesta de Jonás también conmoviera a los marineros, porque al principio se negaron a arrojarlo al mar. Hicieron todo lo posible para resistir el temporal, pero no sirvió de nada. La tormenta era cada vez más intensa, así que no les quedó más remedio que levantar a Jonás y, pidiendo que su Dios,  les tuviera misericordia, lo lanzaron por la borda (Jon. 1:13-15).

Jonás cae en aquel mar embravecido. Quizás distingue el barco alejándose a través de una cortina de espuma mientras lucha para mantenerse a flote. Pero la fuerte corriente lo arrastra sin remedio hacia el fondo, y él pierde toda esperanza. Sabemos lo que sintió Jonás en esos angustiosos momentos gracias a lo que escribió tiempo después. Allí nos cuenta algunas de las imágenes que le vinieron a la mente. Pensó con gran tristeza que no volvería a ver el hermoso templo de Jehová en Jerusalén. Además, mientras se hundía cada vez más, con las algas enredándose en su cabeza, sintió que estaba bajando a lo más profundo del mar. Estaba convencido de que aquella sería su tumba ( Jonás 2:2-6).

De pronto, ve una inmensa sombra que se mueve a su lado. ¿Qué será? Parece un ser vivo. Entonces observa que se le  acerca más y más hasta que, de repente, se abalanza sobre él y, abriendo sus enormes mandíbulas, lo tragó. Jonás debió pensar: “Aquí se acabó todo. Este sí que es el fin”. Pero, para su sorpresa, ¡sigue vivo! No ha sufrido ningún daño. Hasta puede respirar con normalidad allí mismo, en lo que él imaginaba que sería su tumba. Su asombro es mayor con cada minuto que pasa. Solo hay una explicación posible: fue Dios quien “asignó un gran pez para que se lo tragara” (Jon. 1:17).

Pasan las horas. En medio de la más absoluta oscuridad, Jonás tiene tiempo para poner en orden sus pensamientos y orar a Jehová. Su oración —registrada en el capítulo 2 del libro de Jonás— nos revela más detalles sobre el profeta. En ella hace frecuentes citas de los Salmos, lo cual indica que tiene un gran conocimiento de las Escrituras. Sus palabras de conclusión también muestran que posee una valiosa cualidad: la gratitud. Allí le dice a Dios: “ Mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios; pagaré lo que prometí. La salvación es de Jehová” (Jon. 2:9).

Jonás fue agradecido y obedeció a Dios. El relato  bíblico dice  que: “Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra seca” (Jon. 2:10).  En Jonás 3:1, 2 leemos: “ Vino palabra de Jehová por segunda vez a Jonás, diciendo: ‘Levántate, y ve a Nínive, aquella gran ciudad,  y proclama en ella el mensaje que yo te diré”. Sin dudarlo un instante: “Se levantó  Jonás, y fue a Nínive conforme a la palabra de Jehová” (Jon. 3:3).

Es obvio que aprendió de sus errores, pues obedeció de inmediato. Vemos aquí otro aspecto en que podemos imitar a Jonás. De más está  por decir que todos pecamos y cometemos errores (Rom. 3:23). La cuestión es cómo reaccionamos cuando fallamos.

Bibliografia: Biblia del Diario y Vivir y M. Henry.


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