Un día el columnista del The New York Times, David Brooks, se preguntó: “¿Quién es Stott?”. El periodista judío se extraña de que los medios de comunicación escojan “bufones” para representar el cristianismo evangélico, cuando aquí está este hombre “amistoso, cortés y natural, humilde y autocrítico, pero a la vez confiado, gozoso y optimista”. Alguien no cristiano como él, observa que Stott “no cree que la verdad sea plural; no relativiza el bien y el mal; no piensa que toda fe sea igualmente valida; ni que la verdad es un logro humano, sino una revelación”; pero le sorprende la confianza y la gracia con que habla de la verdad del Evangelio.
Si Stott fue uno de los principales representantes del cristianismo evangélico del siglo pasado, no era por una agenda social o política, sino por su pasión por el Evangelio. Esa es la diferencia con muchos de los que representan hoy al movimiento evangélico. Se conoce el partido que representan, todo aquello de lo que están en contra, pero nada del Evangelio…