“Como típico adolescente –decía John Stott (1921-2011), al recordar la experiencia que cambió su vida en 1938–, era consciente de dos cosas sobre mí mismo, aunque sin duda, no podría expresarlo en estos términos, entonces. Primero, que si había un Dios, estaba lejos de Él. Intenté encontrarle, pero parecía rodeado de una niebla que no podía atravesar; segundo, mi derrota. Sabía el tipo de persona que era y la clase de persona que quería ser. Entre el ideal y la realidad había una gran sima. Tenía grandes ideales, pero una voluntad débil”.
Cuando conocí a Stott en Londres, siendo adolescente, me sentía tan profundamente identificado con su descripción de lo que era su vida a mi edad que me deshacía en lágrimas escuchando sus palabras. Eran los mismos sentimientos que yo tenía y no podía articular. La diferencia es que con el tiempo, a mí me parecía seguir estancado en esa experiencia adolescente, mientras que él parecía haber superado esa etapa.
Entendía cuando decía: “Todavía puedo recordar mi perplejidad cuando de chico, decía mis oraciones e intentaba penetrar en la presencia de Dios. No podía entender por qué estaba envuelto en esa neblina y no podía acercarme a Él. Parecía remoto y distante. Ahora sé la razón. Dios no era responsable de esa nube, sino yo. Nuestros pecados ocultan el rostro de Dios tan efectivamente como las nubes, el sol.”